viernes, 20 de febrero de 2015

Experiencia Psicoterapéutica y Madurez Contratransferencial

 Intervención en el III Congreso Nacional de la Asociación de Psicoterapia Analítica Grupal (APAG) :   26-28 de noviembre de l.999, en Sitges (Barcelona).

   Agradezco la invitación de mis compañeros de la actual Junta Directiva para participar en el  III  Congreso de nuestra Sociedad. Y, así mismo, agradezco a todos los aquí reunidos, que la dinámica conceptual surgida desde el comienzo de este Congreso, haya propiciado un contexto en que mi tema podría sentirse más favorablemente acogido.  
  Por comenzar, ya al modo contratransferencial, diría que si, como afirmaba Heidegger, “toda palabra es una respuesta”, el título y contenidos de mi exposición, cuyo más amplio desarrollo rebasaría los límites de tiempo comprensiblemente establecidos, también entrañan una agradecida respuesta  a cuantos, de distintas formas, me ayudaron a la elaboración progresiva de mi experiencia profesional: nunca apreciaré bastante haber nacido y crecido, personal y profesionalmente, en el ámbito clínico de la Institución Pública cuando, allá por la década de los años setenta - en 1975-, con el impulso animoso del Dr. Guimón, inaugurábamos el Servicio de Psiquiatría y Psicología del Hospital Civil Universitario de Bilbao, en el barrio de Basurto. Y no menos agradeceré siempre, y quizá sobre todo, que la coincidencia de aquella inauguración con la del comienzo de nuestros respectivos psicoanálisis personales, predeterminase un proceso en que las vicisitudes de mi experiencia clínica con los pacientes perdurarían ya vinculadas, de forma definitivamente existencial, a la más personal e idiosincrásica evolución de mi experiencia analítica interna.

   Fueron, pues, ambos alumbramientos, el profesional y el psicoanalítico, los que me permitieron, machadianamente (“…se hace camino al andar”), progresar laboriosa, y acaso contradictoriamente, desde las obligadas y ortopédicas pre-ocupaciones teórico-técnicas del Psicoanálisis clásico y erudito, o como aparato y sistema conceptual, hacia las modulaciones, más clínicamente adaptadas y resolutivas, provenientes del Psicoanálisis como movimiento: un saber psicodinámico que se mueve entre vivencias profundamente personales y psicológicamente significativas, y cuyas teorías, por tanto, existen en la medida en que sirven para discriminar, conservar, depurar y desarrollar las ideas y objetivos que nuestra práctica clínica nos exige y proporciona.  

Experiencia y madurez

   Ambos términos se implican en la conformación de una unidad sintagmática, “experiencia madura” o “madurez experiencial”, en la que son comprendidos, no ya como efectos sumativos de una mera acumulación de saberes, hábitos y destrezas, más o menos rutinarios, proporcional a los años de ejercicio, y tal vez con el iluso engreimiento de sentirnos inmunes contra todo resquicio neurótico. Todo lo contrario, porque, en el complejo y resbaladizo “asunto” de “lo contratransferencial”, la  experiencia y la madurez consistirían en la capacidad de elaboración, y continuo  mantenimiento, de una cualificada actitud profesional, dimanante del empeño –implícito en los supuestos del juramento hipocrático- por “constituirnos” progresivamente en lo que, según Winnicott, somos: “una versión idealizada del hombre o mujer de la calle”, en la que nosotros también nos reconocemos como pacientes, necesitados de gozarnos y sufrirnos, tanto como oscuros objetos, más o menos confiables, de deseos, sueños y ensueños, como de recelos, amenazas, envidias y agresividades.

   La maduración de nuestra actitud profesional entraña, por tanto, una complejidad que rozaría la  apariencia paradójica si el mismo Winnicott no nos aclarase su comprensión cuando nos dice que “es más fácil encontrar un analista profesional de buena conducta, que un analista (de conducta igualmente buena) que, sin embargo, conserve “la vulnerabilidad propia de una organización defensiva flexible”. O, dicho de otra forma, un profesional lo suficientemente “sano, vivo y despierto”, al que la “pre-ocupación” por el mantenimiento de su propia estructura defensiva, no le invada ni enrarezca el espacio requerido para ubicarse conforme a situaciones nuevas, ni le impida “ofrecerse”, vivencialmente, a la percepción subliminar del paciente como un objeto subjetivo. No en vano nos recuerda Masud Khan, que nuestra paradoja esencial como hombres es la doble realidad en la que consistimos, siendo, a la vez, “nuestro propio sujeto y objeto” y, por si fuera poco, también los autores de nuestra propia pérdida.
      ¿Un cambio de paradigma?
   Porque, efectivamente, ya en 1962, en sus reconocidas investigaciones sobre las “revoluciones científicas”, Thomas S. Kuhn advertía de que la ciencia evolucionaba por crisis y de cómo  hay tiempos en que la comunidad científica aplica sosegadamente sus teorías para reforzar y expandir sus conocimientos. Pero que también suceden otras épocas en que, por “acumulación” y de forma relativamente invisible, aparece un malestar creciente, porque las anomalías al aplicar la teoría surgen ya de manera cada vez más frecuente y flagrante, hasta que “por fin estalla una revolución y cambia el paradigma”. O tal vez ocurra todo menos radicalmente y, como también nos precisa Kuhn, las cosas vayan cursando conforme a la “imagen común” con que procesa el desarrollo  de la “ciencia normal”: la que produce los ladrillos que la investigación científica está continuamente añadiendo al creciente edificio del conocimiento científico”, es decir, “mediante el  aumento o adición acumulativa de lo que se conocía antes”. El caso es que, desde estas perspectivas, más actualizadas al respecto, podemos afirmar que algo así sucedió con la más significativa atención y reconocimiento de la contratransferencia hacia la mitad del siglo pasado.


   Sabemos que fue la constante acumulación de hechos clínicos la que marcó la inflexión de la teoría tradicional hacia el enfoque objetal de las relaciones interpersonales, y que fueron las respuestas clínicas de los poskleinianos las que propiciaron las depuraciones y avances técnicos que, al comprometer más nuestras actitudes psicoterapéuticas, incentivaron los estudios sobre la contratransferencia como un instrumento, diríamos que fundamental,  tanto en la cualificación de las actitudes y posicionamientos, mentales y vivenciales, que inspiran y dinamizan los procesos psicoanalíticos propiamente tales, como de las que afectan a las distintas situaciones y modalidades requeridas por las variadas actuaciones de nuestro ejercicio profesional.  
   Nunca estaremos contratransferencialmente terminados ni excluidos, por suerte, de nuestra más íntima experiencia como “pacientes”Menos mal que así lo reconoció el mismo Freud. Cuenta el anecdotario que, en 1912, durante unas vacaciones en Italia con Ferenczi, y tal vez queriéndose éste significar como discípulo predilecto, requería del maestro ciertas confidencialidades sobre algunas cosas de su vida, sin que Freud accediese a sus pretensiones. Fue por lo que, tras el viaje, Ferenczi escribió a su por entonces admirado maestro rogando disculpase su impertinente curiosidad, a lo que Freud contestó con  paternal  condescendencia: “Es bien cierto que esto fue una debilidad por mi parte. Yo no soy el superhombre psicoanalítico que usted se ha forjado en su imaginación, ni he superado la contratransferenciaNo he podido tratarle a usted de tal modo, como tampoco podría hacerlo con  mis tres  hijos, porque los quiero demasiado y me sentiría afligido por ellos”. Lo cual no obsta para que, un año más tarde, el veinte de febrero de l913, el mismo Freud, escribiendo a Binswanger sobre el problema contratransferencial como uno de los más difíciles técnicamente en Psicoanálisis, concluyese su carta con esta máxima fundamental: “Dar a alguien demasiado poco porque se lo ama mucho es ser injusto y, además, un error técnico”. Y recuerdo aquí, a propósito, lo que nos cuenta Guntrip de aquel profesor de psiquiatría biológica que le confidenció su devaluación de Freud  por considerarle como “el autor que con más facilidad entra en contradicción consigo mismo”, resaltando así, tan involuntaria  como precisamente, una de las virtudes más características de la prudente sabiduría psicoanalítica.
         Contratransferencia y encuadre psicoterapéutico
   Ya es significativa la dificultad de tratar sobre la contratransferencia, de forma más directa o exclusiva, sin que ello suscite, según la idiosincrasia de cada quien, todo un revuelo de susceptibilidades precautorias en que lo conceptual y lo emocional tienden a confabularse, indiscriminadamente, con peculiares empeños defensivos. Y es que, ciertamente, los "asuntos" contratransferenciales, a la manera poética de Miguel Hernández ( o "... del corazón a mis asuntos"), se han mantenido casi como "como el buque fantasma": " tan preocupativa y discretamente  concernidos, como asistemática y, acaso racionalizadoramente, tratados; tengamos en cuenta que, mucho más que sus pacientes, el Sistema  Psicoanalítico, gracias a su complejidad y riqueza, dispone, quizá como ningún otro, de muy poderosos y sutiles recursos de racionalizaciones heteroinculpatorias  y defensas autoafirmativas. 
   Sabemos que, en el principio de todo, fue la transferencia de los pacientes la que predeterminó el origen y objetivos de los procesos psicoanalíticos. Así mismo, todos seguimos reconociendo la vigencia del setting ”encuadre” como la configuración discriminatoria de un espacio sin el cual   el trato no devendría en tratamiento: un espacio, por tanto, que peculiariza y ordena las respectivas relaciones trans-contratransferenciales, de forma no convencional y asimétrica, configurando una estructura sintáctica, en la que el psicoterapeuta prevalece en algún lugar predeterminante del proceso, a salvo de ser engullido por las introyecciones del paciente como uno más de los distintos objetos arcaicos  que pueblan sus conflictos primitivos.
   Alguien metaforizó preciosamente la articulación dialógica del proceso trans-contratransferencial tal como la pieza musical se configura a modo de un "contrapunto", en el que el canto  transferencial de paciente inspira el contracanto o acompañamiento contratransferencial del psicoterapeuta. Pero, precisando más los contenidos metafóricos de dicha articulación procesual, aún podemos proseguir, reconociendo que la composición "musical" de la obra, acaso técnicamente perfecta, no garantizaría necesariamente la integridad perceptiva, sensible y emocional de una transmisión funcional y estética, de no tener en cuenta la influencia de otras variables contextuales: la mentalidad de la época, la intencionalidad del autor, la calidad instrumental de la orquesta o la sonoridad del local que, habida  cuenta, sobre todo, de  las capacidades interpretativas del director, se constituyen conjuntamente como valores condicionantes de la calidad del concierto en cuestión.
   En consecuencia, nada tendríamos que objetar a la corrección técnica con que se  demanda el encuadre como requisito básico del tratamiento. Sólo enfatizaríamos el reconocimiento escueto y apriorístico de que, mientras no se diga algo más acerca de su capacidad promotora y psicodinámicamente funcional, el encuadre será sólo “el encuadre”. Queremos decir que “ese algo más” habría de remitirnos  a la cualificación vivencial de un espacio en el que pudiéramos habitar con la mayor plenitud posible de nuestras formas de ser y estar, y de cuyas modulaciones existenciales dimanasen, sincrónicamente, la eficacia instrumental de dicho espacio y nuestro propio libramiento  contra el riesgo  de permanecer encuadradamente atrapados.
         Hacia un “nuevo hogar conceptual”
   Sabemos que  la obra de Melanie Klein insiste en la exploración de la psicología del “objeto” que, como algo psíquicamente internalizado, se convierte en factor de desarrollo del Yo. Efectivamente, al surgir la teoría de la relación objetal, ya no son las vicisitudes de los instintos la primera preocupación de la consideración psicoanalítica, ni el Yo se vincula a aquellos, al modo de aparato-instancia, en funciones meramente perceptivas o de control y adaptación a la realidad externa...: el cambio de perspectiva consiste en que el “objeto” (por ejemplo, el pecho materno) pasa de ser algo necesario para la gratificación del impulso instintivo, a constituirse como algo indispensable para el desarrollo del Yo, y que éste deja de ser concebido como instancia o elemento para ser comprendido como una totalidad originaria.
   En este sentido, hemos de agradecer mucho las reformulaciones del tratamiento psicoanalítico aportadas por la reconversión poskleiniana. Fue ésta la que, diluyendo la concepción del  Yo-instancia  en la de Self-totalidad psíquica, señalizó la mutación  diferencial respecto a la conceptualización psicoanalítica tradicional, tal como bien podría resumirse con la formulación sustitutiva de que “si la libido busca placer, el sí-mismo busca objetos” (W. Ronald D. Fairbairn). Es decir, que del concepto de Yo como instancia entre instancias, de tardío advenimiento al reclamo de exigencias eminentemente adaptativas, se avanza profundizando en la significación  del Self o “sí-mismo”, concebido como  un “sistema nuclear” (Carlota Bühler) y totalizador de la personalidad normal; su expresión  dinámica y funcional sería, por tanto, la de una fuerza con vocación selectiva, organizadora e integradora de tendencias y motivaciones. Recordemos que este Self ya fue precursoramente  valorado como tal por Karen Horney y advirtamos que, a diferencia  del conceptualizado por Jung, no es tanto el que deviene, secundariamente, como resultado de un largo “proceso  de individualización”, sino el descrito por Winnicott como el principio de una “totalidad yóica” que, si bien rudimentaria y débil, incluía ya desde el comienzo las posibilidades  germinales de todas las funciones básicas y constitutivas de la psique infantil.
   En este contexto asociamos también aquí la alusión de Winnicott a “nuestro propio- ser-genuino”, tal como él denomina al desconocido potencial heredado que iremos  experimentando  en  la  continuidad de nuestro existir: como un impulso espontáneo, con vocación  de  “singularidad y destino”, y del que, por tanto, según las vicisitudes históricas, psicodinámicas y relacionales de nuestra crianza, o de nuestro renacimiento en el setting psicoanalítico, dependerán los procesos de elaboración y asentamiento de nuestro “Self o no Self”. Porque sabemos que el “Self “ de una persona se constituye como la síntesis histórica de  muchas relaciones internas.
   Lo que, en definitiva, traducen estas teorizaciones es el ensayo y asentamiento progresivos en un "nuevo hogar conceptual" donde tiene lugar la transformación psicodinámica del setting psicoanalítico: un debate procesual de objetos internos en que, sin negar la vida instintiva, ésta queda preferentemente consignada por "el idioma de personalidad procedente del propio-ser-genuino, como núcleo del inconsciente reprimido y primario".
          La comprensión íntima de los procesos clínicos
   Sería la comprensión  de los procesos clínicos, a través de nuestra  experiencia interna, la que nos permitiría sentirnos inmersos en ellos  de forma más concerniente y responsablemente comprometida: no ya, por tanto, con la distante solemnidad del oráculo o con el amenazante predeterminismo del profeta ni, mucho menos, por supuesto, con la frívola desenvoltura o el desdén omnipotente de nuestras defensas  maníacas. Porque “… en la defensa maníaca - y cito literalmente a Winnicott – la muerte se convierte en una exaltación de la vida, el silencio en ruido, no hay aflicción ni inquietud, ni trabajo constructivo ni descanso placentero”. Y nos advierte el mismo Winnicott que es esto a lo que, ya en l930 (antes de conocer las ideas de M. Klein al respecto), él calificaba como “estado de inquietud angustiosa común” o “un estado clínico” cuyo rasgo principal es “la negación de la depresión”y, en consecuencia, un desasosiego que, en fin, al corresponder al estado hipomaníaco adulto, en su calidad enfermiza, “acarrea muchos y diversos  trastornos psicosomáticos”, pero al que, sin embargo, conviene diferenciar tanto del “desasosiego persecutorio” como de “la elación maníaca”.
   Lo que quizá nos requieren nuestros pacientes es la elaboración de un talante receptivo y discreto, capaz de suscitar allegamientos existenciales evocadores que, por estar profundamente anclados en  nuestra experiencia íntima, sólo emanarían  de aquel psicoterapeuta cuyas actitudes devinieran reconocidas como vivencias y, por tanto, previamente curtidas en las templadas y fecundas zonas emocionales de la denominada por M. Klein “posición depresiva”: un espacio desde donde el psicoterapeuta podría percibir, autoanalíticamente, el conflicto provocado por el dolor de las pérdidas y las amenazas de la agresividad destructiva, así como, consecuentemente, por los efectos de la reconstrucción creativa destilados por la culpa reparadora
   Pero tampoco nos sería fácil captar y reconducir en nuestros pacientes el avance complejo de sus respectivos desarrollos emocionales sin cuidar, de forma simultánea y progresiva, la instauración de “la confianza básica”: de cuanto nosotros podamos aportar para ser gradualmente percibidos como “la madre tranquila”, es decir, la misma, única y, sobre todo, verdadera madre que, desde su profunda comprensión de la experiencia interna, sea capaz de permanecer dispuesta entre las vicisitudes de “lo bueno y lo malo”, y siempre a través de las tortuosas discriminaciones entre “lo propio y lo ajeno”, según matiza Hanna Segal

  Conviene precisar que los efectos devenidos de nuestros asentamientos contratransferenciales  en la dinámica  de "la posición depresiva", no son en modo alguno identificables con los de las depresiones clínicamente psiquiátricas: al contrario, sabemos que son precisamente estas últimas las que mantienen una mayor vinculación con fenómenos de despersonalización y/o pérdida de "la confianza básica", originados en las etapas más arcáicas y cegadas de "la posición esquizoparanoide", cuando esta derivó, bien hacia el fracaso más primario y fundante de las relaciones objetales, o a la exacerbación reactiva de las defensas que, huyendo de los sentimientos de pérdida y culpa, se precipitaron, en fuga hacia adelante, en el falaz vacío de la consabida "reparación maníaca" de la que, en el mejor de los casos, solo devendría el sentimiento de futilidad, consecuente a la elaboración de un "falso self". Y, en relación con los efectos beneficiosos de la "posición depresiva", nos conviene recordar también que, según nos reconviene Winnicott, "el niño sano posee una fuente personal de sentimientos de culpa y, por tanto, ya no es necesario enseñarle a sentirse (¿aún más...?-digo yo-), culpable o inquieto.    
   Lo que, en definitiva, resumimos es que nuestras actitudes contratransferenciales habrían de venir entrañadas en el reconocimiento autoanalítico de nuestras respectivas posiciones personales, predeterminadas por las vicisitudes de nuestra particular e idiosincrásica experiencia interna, tal como, también nosotros, la hubimos de sufrir y gozar en épocas más confusas e indecisas de nuestras peculiares historias íntimas. Así fue cuando lo que antaño intrépidamente acometíamos  con  el ufano pre-texto de "un psicoanálisis", rigurosamente ejemplar y heroicamente didáctico, llegaba por fin a subsumirnos, ya con provechosa autenticidad, en el encarnamiento desvalido de la más escueta y desconcertante verdad: la de nuestra menesterosa "condición de pacientes"; porque, efectivamente, y dicho a la manera clásica, "nemo ascendit nisi qui descendit". 
   Y nunca más desde entonces podríamos, ni deberíamos, abandonar la memoria de aquellas huellas antiguas, tan húmedas y gratificantes, por las que habríamos de proseguir aceptándonos vivencialmente, aunque de la forma más adecuada y propicia,  como “el otro paciente” de cualesquiera de nuestras actividades, ya sean estas formalmente psicoterapéuticas o indistintamente profesionales. Algo así es lo que nos recomendaba Theodor Reik a través de sus conversaciones dominicales con Erika Freeman: que “el analista analiza a la otra persona como si ésta fuera él y se analiza a sí mismo como si fuera otra persona en autoanálisis”.
        Conclusión
   Con razón sentenciaba Hanna Segal, en 1977, que “la contratransferencia es la mejor de los sirvientes, pero el peor de los dueños”. Pero, bien avisados de ello, me es grato concluir, también a la manera contratransferencial, con aquella maravillosa síntesis, tan reconfortante, de Grotham porque "ya no dramatizamos los conflictos ni permanecemos fríos cuando hemos de responder con una emoción profundamente sentida, ni nos quedamos callados cuando debemos hablar, ni nuestros impulsos de autoafirmación mediante el dominio técnico (el subrayado es mío) suplantan a las modulaciones de nuestro arte. Todo ello revierte en beneficio de nuestro oído interno, nuestra intuición, el “tercer oído” de Theodor Reik, y puede que el énfasis creativo y artesanal dé forma e inspiración a la materia informe de los rigores técnicos”. Y, finalmente, también quedo avisado por la sabia advertencia de H. Guntrip de que “se puede enseñar una técnica, pero no se puede enseñar a nadie a ser una persona terapéutica”.
   Y muchas gracias por el favor de vuestra escucha.

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